domingo, 10 de julio de 2016

La garrafa.


La distancia no es el olvido. Mi abuelo "Pinea" era albañil, salía por la mañana fiambrera en mano a sus chapuzas con mi tío Faustino como peón y no regresaba a hasta última hora de la tarde.
Cada día, cuando mi abuelo llegaba a casa, a mi me tocaba la ida y venida hasta el Litri para comprar el vino de su cena. Llevaba para su relleno una pequeña garrafa de cristal, de apenas un litro de capacidad, forrada con una especie de trenzado de mimbre que llegaba hasta la estrechez de su boca con una sola asa por un costado. Hasta podría asegurar que tenía pegada una etiqueta de papel con propaganda de moscatel...
Mis abuelos vivían en el 68 de Hernán Cortés y para ir al Cristo no tenía calle que cruzar y el tráfico de entonces era tan escaso que no suponía precisamente un peligro, el peligro de ir a por el vino era el "Lala" y no precisamente su persona sino el pánico que me infundía, ese era mi temor de cada día.
Yo era un niño forastero y aunque compartía calle y juegos con el resto de los niños, no sé si por lo injusto que me parecía, la educación recibida o quizás y casi lo más probable, por el miedo a sus consecuencias, no veía muy normal eso de burlarse porque sí de una persona para luego salir huyendo por pies mientras sentías como si sus chillidos tuvieran patas... y más, teniendo en cuenta que por la tarde me podía a encontrar con él a solas a la hora de ir a comprar el vino de mi abuelo pero claro y por si las moscas... tampoco me quedaba a preguntar...
Una de aquellas tardes me acompañó mi padre, se había quedado sin tabaco y tenía que reponer sus "Ducados". Al darse cuenta de la situación se acercó a él y digamos que con la mejor de su voluntad, intentó presentármelo. Error, craso error. Recuerdo su imagen agachándose en la cercanía, su risa y sobre todo el volumen de su voz, yo resistía como podía ante los infructuosos intentos de mi padre por sacarme de su protección para demostrarme que no me iba a hacer nada, pero no se le arregló, era superior el miedo que me provocaba aquel hombre.
Hoy, casi cincuenta años después, únicamente el amparo a la imaginación podrían justificar los miedos de entonces y pienso en el pobre Lala y su indefensión ante la crueldad infantil, que no por ser inocentes cosas de niños deja de ser menos cruel.
Según para qué, la distancia no es el olvido y es que eso de la inteligencia emocional está muy bien si eres un ficus, si piensa tu sentimiento o no siente tu pensamiento, si desprecias tu pasado o si tus recuerdos carecen del aditivo emocional necesario que los convierta en memoria imborrable.
Hoy, mi recuerdo gira en torno a una pequeña garrafa de cristal forrada de mimbre, el miedo, las miradas furtivas desde la esquina de "El Litri" y la entrañable figura del pobre Lala porque cuando mandan los recuerdos, no hay distancia ni olvido.

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