domingo, 15 de agosto de 2021

39 años y 5 meses.



Que no lo sé, no sé por qué quise tanto a mi abuelita Andrea. Hoy, mirando fotos con mi madre me ha dado por pensar en ello. Tengo mil recuerdos de su aroma a colonia, su moño, sus manos pequeñas y fragantes como nueces, y todas esas arrugas diminutas que cubrían su cara y sus manos, como una biografía escrita en su propio alfabeto. A lo mejor la quería tanto porque me daba importancia y ponía tanto interés en mi puerilidad, o porque siempre sonreía, no lo sé, sé que la adoraba, que la adoro 39 años y 5 meses después de su muerte. La amo, a ella y al recuerdo de su voz, su risa traviesa, el aroma de su piel y sus pequeñas y artríticas manos entre las que me sentí tan amado. No lo sé.  

Frente a un café.


Frente a un café se divaga mejor. Mi amiga Charo me decía ayer que cuando más mayores nos vamos haciendo, más nos acercamos al pasado, quizás tenga razón.
Yo le hablaba de mi pueblo y ese instante de quietud, de ese silencio absoluto en el que el viento cesa y sólo escuchas un último movimiento de las ramas de los eucaliptos al volver a su lugar, cuando el mundo se queda en suspenso y miras al cielo, y ves a la nubes relajarse como quien deja de sostener una pesada carga dejando caer las primeras gotas, y el tiempo vuelve a su cauce lineal abriendo aún bajo la lluvia el paso de los aromas, a esos olores de mi vida, a esa alfombra por donde corretean mis recuerdos.
Según Charo me estoy haciendo mayor,
 

Sueños de día


Los sueños amasan deseos con realidades, ansias con caprichos imaginarios , verdades a medias con inventos en defensa propia.
Era un día frío, de aquellos en los que no nos dejaban salir a la calle, estoy sentado en la cocina, leyéndole un relato infantil de aquellos con moraleja en los que los niños buenos eran premiados con el cielo y los malos iban al infierno para escarmiento. Ayer tocó ciencias naturales de la manoseada enciclopedia Alvarez. 
Ella no sabe leer pero le encanta saber y escuchar. Mientras tanto, trajina entre el fuego y ollas grandes de color teja. Mi abuela hace milagros y lo mismo puede dar de comer a 10 que a 20, a cualquiera de los que cada día entra en casa y saluda cuando llega a la cocina.
Estoy allí decía, sentado detrás de ella, su recortada silueta echa leña al fuego entre chasquidos que a mí me hacen saltar pero que ella, reina domadora de dragones ocultos enfrentaba impasible, en su sitio de escucha, bajo el cordel de tender la ropa o la chacina, lo que hiciera falta secar.
Yo la leo, soy su orgullo por ello, pero no sabe que ella es mi heroína, la que doma mis miedos, la que me educa sin saber leer, la que me enseña a ser bueno, a besar y no poner la cara, la que me enseña a ser feliz.
Pdta.- Día 22 de confinamiento. Seguimos en ello, que no decaiga el ánimo, cada día queda un día menos para volver a empezar. 

Un lugar.


Érase una vez un lugar de dimensión casi onírica, un lugar de disfrute de las inclemencias humanas, sin deudas con el pasado y donde Dios funciona. Un lugar de iluminación casi religiosa donde perder sin vergüenza la mesura y la frugalidad, donde recarga la tinta el escribano, donde pesan cicatrices, hendiduras y golpes, de zonas resplandecientes y otras oscurecidas, a la brasa de los dolores más atroces.

Un lugar de mandil a cuadros con labios pintados, cara limpia y manos de ternura, un lugar que te baja los humos, que desmorona la apariencia del duro, dónde hay que ser muy duro para no romperse con facilidad.

San Vicente, un lugar donde caerse vivo.

Empieza a llover.



Día 26 de encierro. Está empezando a llover. Ahora que la vida parece que está parada y apagada, nos fijamos más en todo lo que está pasando, pues bien, ahora mismo está empezando a llover pero sólo podemos disfrutarlo por la ventana.
No llueve igual en todos los sitios pero en todos gusta recibir el agua en el rostro, es algo que además he enseñado a disfrutar a mis nietas, a salir cuando llueve, y bajo la coraza de un impermeable pararnos, levantar la cabeza y sentir el agua en el rostro, disfrutar de ese instante de quietud y silencio casi absoluto roto sólo por el movimiento de las ramas al volver a su lugar.
No nos importa que nos tomen por locos, nuestro mundo alrededor se queda en suspenso, luego miraremos al cielo y veremos las nubes relajarse, liberarse como quien deja de sostener una pesada carga.
Ya nos vamos, nos espera una bronca en casa, lo sabemos pero da igual porque eso es disfrutar de las pequeñas grandes cosas, y lo haremos a nuestra bola pisando, o no, o si, los baldosines de la acera, (este si, este no) según sean premio, o falta, o casa, o peligro (no tocar la raya, no salir del bordillo) a grandes zancadas, acortando los pasos o dando saltos de mayor o menor cuantía, según sea menester y vivir de tal manera que cuando venga la parca a buscarme con el dalle al hombro, pueda mirarle a la cara, hacerle una peineta y decirle... ahora me quitas lo bailao!!!


Todo huele.


Todo huele, todo. Todo tiene su aroma particular, todo huele a algo no sólo el aceite y los pimientos asados, también los canchos, la madera vieja, el botijo fresco, la chapa de la cocina o la lluvia de distintas nubes,
La sal huele a sal y el azúcar a chuches al anochecer en el Cristo en verano, las porrinas al paseo de la mano con mi abuela por el valle segundo, el pan duro a mi padre picando migas y el empedrado de las Cabeceras a flama, piel caliente, pantalón corto y mi tía Paula sentada a la puerta de casa..

Y hay días que huelen a bollo de Pascua, a chaqueta de pana y tabaco de liar y otros que lo hacen a brote fresco de sonrisas, sobras con agua para los cochinos o pilas de corcho asfixiadas por el alambre.
Todo huele y la tristeza también, huele a ausencia temprana, a heces de gallinas, sudor seco dolorido, migas de pan en panera de hojalata y a pelo mal teñido en casa.
Pero todo huele. Todo.

pueblo

Era una hormigonera amarilla de juguete, de chapa fina, de las usadas en albañilería. Jugaba con ella en la puerta de casa. Entraba y salía al corral para coger tierra y agua en un cazo robado a la tinaja, tenía que rejuntar el empedrado. Mi abuela se sentaba a escasos metros, donde me sonreía mientras cosía, igual por aquello me gusta tanto la gente que cose. Es un ejercicio de paciencia y una aproximación a la exactitud, pura matemática hilada.

Me gusta el ritmo de la aguja, la dedicación, la lenta transformación de las telas hasta adquirir voluntades de creación. Mi abuela zurcía, unía, remataba y creaba. El arte de la costura son milagros, milagros mundanos de punto de cruz, milagros de manos arrugadas que hilvanan mi luz. 

Era una hormigonera de juguete, de chapa fina.



Cada siempre.

Es un sitio lugar que aparece tantas veces en mis noches, un lugar que conozco bien, con retazos que resultan íntimos y familiares, imágenes que conozco y seguro que con algún añadido onírico por mi parte.

Es un lugar de enorme dimensión, con avenidas gigantescas en el recuerdo, calles vivas, estrechas y silenciosas por momentos. Los días siempre soleados y vacíos a primera hora de la tarde. Casitas de piedra y una calle que baja hacia una plaza en la que me esperan mis muertos.

Calles por los que hoy ando y nunca corro, con tiendas que conozco por el nombre de quien la atiende. Todo es fácil y familiar.

Es un lugar que te aguanta la mirada y escucha tus silencios, con un tacto a mandil arrugado y color de aroma repetido una y otra vez, cada vez que respiras, cada siempre.

Lucidez soñada.


San Vicente da tiempo, tiempo para soñar con lucidez, tiempo del bueno y a cachitos que se puedan disfrutar, tiempo extra para mirar y notar, tiempo que ganar para perderlo feliz, para respirar la vista o tocar sin manos.

Trocitos de tiempo aleatorios, que estén ahí cuando mejor vengan. Tiempo para abrazar y ser abrazado, de charlas cómodas, de disfrute de amigos, de solitarios paseos sintiendo la presencia de mis muertos.

Tiempo sin luto ni pena, de pequeños e importantes momentos, tiempo posado, repasado mil veces, tiempo del bueno y a cachitos que se puedan disfrutar, tiempo de lucidez soñada.


La lluvia que allí llueve.

Ya llueve menos, llueve como siempre llovía, de esa manera que añoran los que emigran, o los que vienen a conocer esta tierra y acaban amando nuestra lluvia. Una lluvia que cae a plomo, sin medida, recelo ni ruido, arrastrando miedos y penas.
Salgo a dar un paseo a la charca, miro al cielo, busco un claro que no encuentro. Tampoco es importante. El camino está anegado en muchos puntos, piso sin cuidado el barro, siguiendo el rastro de la seda sembrada por los recuerdos, huellas sensoriales de nuestra historia. No me importa trazar el camino que guíe a otros. 
De vuelta, entro a visitar el sostén de  mi existencia, un pasado arropado por capítulos de amor infinito y recuerdos vivos y sin reverso. Sin pensar, ni tan siquiera lo justo. No es momento de pensar. El lugar acumula memoria, allí duerme la pulpa de nuestra existencia.
No hay nadie, me bajo un minuto la mascarilla, respirarles es una muestra de respeto. No pasa el tiempo por allí, no hay piedras cubiertas de hiedra, sólo estamos todos. 
Vuelvo la cara al cielo, al negro lechoso, a la bruma baja, a la lluvia que allí llueve, la que moja la íntima parte de mi universo.
Seguimos adelante, ya llueve menos, como siempre llovía.


Sacar los pies del tiesto.


Todos los días voy a casa, allí nos reunimos alrededor de la hoguera sagrada, intento mantener encendida la llama de su memoria, apartando nubes y borrones echamos tizón a la brasa de los recuerdos, sólo los bonitos, los entrañables en su memoria. Hay que mantenerla encendida, no nos quedan muchas cerillas.

Lo intentamos a diario, le hablo para que me cuente, inútilmente intento sacar los pies del tiesto de su realidad, luchar contra la extrema vulnerabilidad de su memoria. 

Hablamos de sus padres, de sus tíos y primos, de trabajo al sol y besanas por sembrar, de camisa blanca, café negro, ganado y siegas, familia y chozos, de lo que le gusta hablar, de Cobacha, Mayorga o Valdespinar. 

Hablamos para regar su memoria, para que relea las viejas páginas de su vida, páginas acartonadas por la edad y con letra cada día más borrosa, todos los días, y mañana más, y pasado aunque la realidad no nos deje sacar los pies del tiesto, aunque se imponga la a veces durísima verdad.

El trapo amarillo

El trapo amarillo lo inventaron nuestras abuelas. La mía tenía uno que no era exactamente un trapo ni tampoco era amarillo, era una especie de pañuelo-balleta-paño que vivía en el bolsillo central de su mandil.

Era un trapo público y multiusos que lo mismo te lavaba la cara y limpiaba los mocos (aunque más que limpiarlos te los arrancaba) que curaba heridas de las rodillas o lamía del suelo el agua que lloraba el botijo. Era un trapo para todo…

Su textura era variada pero nunca suave, podía ser de tejido telgal, tela, o lienzo, cualquier retal valía mientras arañara la piel, lo que venía a ser suave lija del doce. Se usaba seco o empapado dependiendo de su primer uso, que por cierto condicionaba sensaciones al que viniera detrás.

Lo del color era otra historia, digamos que era de tono mutante dependiendo del día, el uso y sus circunstancias, alternaba verde de flemas con negro de la pala del brasero o rojo oxidante sanguíneo, depende de la ocasión.

El caso es que recuerdo aquel trapo como un entrañable harapo amarillo, arrugado, rugoso y siempre mojado que secaba sus ojos y recogía emociones de risa y pena, de alegría y dolor, recuerdo un trapo bendito en unas manos rotas de trabajo, paz y amor.