Recuerdos de mi tierra, mi pueblo y sus gentes. San Vicente de Alcántara.
domingo, 15 de agosto de 2021
39 años y 5 meses.
Frente a un café.
Sueños de día
Un lugar.
Érase una vez un lugar de dimensión casi onírica, un lugar de disfrute de las inclemencias humanas, sin deudas con el pasado y donde Dios funciona. Un lugar de iluminación casi religiosa donde perder sin vergüenza la mesura y la frugalidad, donde recarga la tinta el escribano, donde pesan cicatrices, hendiduras y golpes, de zonas resplandecientes y otras oscurecidas, a la brasa de los dolores más atroces.
Un lugar de mandil a cuadros con labios pintados, cara limpia y manos de ternura, un lugar que te baja los humos, que desmorona la apariencia del duro, dónde hay que ser muy duro para no romperse con facilidad.
San Vicente, un lugar donde caerse vivo.
Empieza a llover.
Todo huele.
Todo huele, todo. Todo tiene su aroma particular, todo huele a algo no sólo el aceite y los pimientos asados, también los canchos, la madera vieja, el botijo fresco, la chapa de la cocina o la lluvia de distintas nubes,
pueblo
Era una hormigonera amarilla de juguete, de chapa fina, de las usadas en albañilería. Jugaba con ella en la puerta de casa. Entraba y salía al corral para coger tierra y agua en un cazo robado a la tinaja, tenía que rejuntar el empedrado. Mi abuela se sentaba a escasos metros, donde me sonreía mientras cosía, igual por aquello me gusta tanto la gente que cose. Es un ejercicio de paciencia y una aproximación a la exactitud, pura matemática hilada.
Me gusta el ritmo de la aguja, la dedicación, la lenta transformación de las telas hasta adquirir voluntades de creación. Mi abuela zurcía, unía, remataba y creaba. El arte de la costura son milagros, milagros mundanos de punto de cruz, milagros de manos arrugadas que hilvanan mi luz.
Era una hormigonera de juguete, de chapa fina.
Cada siempre.
Es un sitio lugar que aparece tantas veces en mis noches, un lugar que conozco bien, con retazos que resultan íntimos y familiares, imágenes que conozco y seguro que con algún añadido onírico por mi parte.
Es un lugar de enorme dimensión, con avenidas gigantescas en el recuerdo, calles vivas, estrechas y silenciosas por momentos. Los días siempre soleados y vacíos a primera hora de la tarde. Casitas de piedra y una calle que baja hacia una plaza en la que me esperan mis muertos.
Calles por los que hoy ando y nunca corro, con tiendas que conozco por el nombre de quien la atiende. Todo es fácil y familiar.
Es un lugar que te aguanta la mirada y escucha tus silencios, con un tacto a mandil arrugado y color de aroma repetido una y otra vez, cada vez que respiras, cada siempre.
Lucidez soñada.
San Vicente da tiempo, tiempo para soñar con lucidez, tiempo del bueno y a cachitos que se puedan disfrutar, tiempo extra para mirar y notar, tiempo que ganar para perderlo feliz, para respirar la vista o tocar sin manos.
Trocitos de tiempo aleatorios, que estén ahí cuando mejor vengan. Tiempo para abrazar y ser abrazado, de charlas cómodas, de disfrute de amigos, de solitarios paseos sintiendo la presencia de mis muertos.
Tiempo sin luto ni pena, de pequeños e importantes momentos, tiempo posado, repasado mil veces, tiempo del bueno y a cachitos que se puedan disfrutar, tiempo de lucidez soñada.
La lluvia que allí llueve.
Sacar los pies del tiesto.
Todos
los días voy a casa, allí nos reunimos alrededor de la hoguera sagrada,
intento mantener encendida la llama de su memoria, apartando nubes y borrones
echamos tizón a la brasa de los recuerdos, sólo los bonitos, los entrañables en
su memoria. Hay que mantenerla encendida, no nos quedan muchas cerillas.
Lo
intentamos a diario, le hablo para que me cuente, inútilmente intento sacar los
pies del tiesto de su realidad, luchar contra la extrema vulnerabilidad de su
memoria.
Hablamos
de sus padres, de sus tíos y primos, de trabajo al sol y besanas por sembrar,
de camisa blanca, café negro, ganado y siegas, familia y chozos, de lo que le
gusta hablar, de Cobacha, Mayorga o Valdespinar.
Hablamos
para regar su memoria, para que relea las viejas páginas de su vida,
páginas acartonadas por la edad y con letra cada día más borrosa, todos
los días, y mañana más, y pasado aunque la realidad no nos deje sacar los
pies del tiesto, aunque se imponga la a veces durísima verdad.
El trapo amarillo
El trapo amarillo lo inventaron nuestras abuelas. La mía tenía uno que no era exactamente un trapo ni tampoco era amarillo, era una especie de pañuelo-balleta-paño que vivía en el bolsillo central de su mandil.
Era un trapo público y multiusos que lo mismo te lavaba la cara y limpiaba los mocos (aunque más que limpiarlos te los arrancaba) que curaba heridas de las rodillas o lamía del suelo el agua que lloraba el botijo. Era un trapo para todo…
Su textura era variada pero nunca suave, podía ser de tejido telgal, tela, o lienzo, cualquier retal valía mientras arañara la piel, lo que venía a ser suave lija del doce. Se usaba seco o empapado dependiendo de su primer uso, que por cierto condicionaba sensaciones al que viniera detrás.
Lo del color era otra historia, digamos que era de tono mutante dependiendo del día, el uso y sus circunstancias, alternaba verde de flemas con negro de la pala del brasero o rojo oxidante sanguíneo, depende de la ocasión.
El caso es que recuerdo aquel trapo como un entrañable harapo amarillo, arrugado, rugoso y siempre mojado que secaba sus ojos y recogía emociones de risa y pena, de alegría y dolor, recuerdo un trapo bendito en unas manos rotas de trabajo, paz y amor.