miércoles, 27 de abril de 2016

Soy de San Vicente.

Soy de San Vicente, soy adicto a mi pueblo, a sus gentes y costumbres, al eco de sus vistas, al timbre de su canto, sus calles, silencios, miradas y tacto, a su aroma, sus risas, su alegría y su llanto, su paz y pasión, sus cosas y casas, su imagen y estampa. 
Soy de San Vicente, del negro sobre gris, las zapatillas blandas, la bata de guata y el moño canoso, la porrina de la mano, la tina en la cabeza, el cubo del pozo y la artesa de corcho.
Soy de San Vicente, reo del guionista, el que marca el paso y señala el rumbo de la vida, el que así lo decidió y eligió, el que quiso que quiera a mi pueblo como lo quiero, el que me envenena de emoción, se apropia de mi sensación y me hace presa fácil de sus encantos, quien aromatiza su espacio con perfume de besos lejanos y caricias del pasado, quien utiliza artes de amor en la memoria como modo de dependencia.
Soy de San Vicente, de un lugar mágico untado con recuerdos de infancia y aromas de niñez, dónde las piedras hablan y la memoria regurgita imágenes recónditas, gestos rescatadas del olvido y sensaciones perdidas en el pasado. 
Soy San Vicente, del lugar donde vive mi historia y nace mi pasado, donde empiezo la vida y nace mi muerte, donde se pierde el olvido y renace el recuerdo, cuna de mi existir.
Soy de San Vicente, soy dependiente del amor por mi tierra, la única droga que da siempre positivo. Hasta la muerte.

domingo, 24 de abril de 2016

La camiseta.


Estaba yo aquí tranquilamente sentado tomando café mientras leo la prensa y al ver la camiseta en la cesta de la ropa me he acordado de mi amigo Manolo, que jodío Manolo.... A lo que voy.
En su día fui un forofo del fútbol, hoy por razones que no vienen a cuento pues... como que ya no, como que paso bastante del fútbol y lo único que me gusta de ese deporte es la panzada de cerveza frente a la pantalla viendo el partido con los amigos. Por cierto, no os imagináis como se jincan la patatera roja...
Hace ya un tiempo, me puse en el gimnasio la única camiseta futbolera que tengo, la del Sanvi y por razones obvias. En clase de spinning, o lo que es lo mismo, en clase de "dar pedales a toda leche para no ir a ningún sitio", siempre me subo a la misma bici y a mi derecha se coloca mi viejo amigo Manolo "Pulgarcito", lo de llamarle así es porque mide uno noventa y ocho el chiquitín.
Nada más entrar en clase, me estaba esperando en la bici y en cuanto me ve se fija en mi camiseta y con la retranca gallega que le caracteriza me suelta:
- Coño Pin... ¿Y esa camiseta?
- ¿Pues no ves lo que pone Manolo?  ¿No ves el escudo? ahí dice "Sanvicenteño" y aquí "Concejalía  de Deportes Ayuntamiento de San Vicente de Alcántara", ¿de qué equipo puede ser Manolo?  ¿del Bomberos Voluntarios de Albacete Fútbol Club?,
- Ahhh, pero tenéis hasta equipo de fútbol y todo....
Aaaanda.... mira que jodío el Manolo, mira que cachondo es el Pulgarcito, ¡acababa de tocarle la pocha! haber pedido muerte majete... Ahí empezó todo...
En los más o menos diez minutos que mi forma física y capacidad pulmonar me permitió el poder hablar y respirar de forma simultánea sobre la bici y como tampoco era cuestión de dejar de hacer lo segundo por culpa de lo primero, en ese tiempo, antes de ahogarme me las arreglé para ilustrar a Manolo en su más que evidente desconocimiento sobre la belleza y bondades de Extremadura, le hablé de su cultura, historia, patrimonio, tradiciones, costumbres, gastronomía y encantos naturales, confesándome después que no la había pisado en su vida por lo que me comprometí a hacerle una especie de guía de viaje si él me prometía recorrerla en su próxima ruta en moto, y así fue. Lo hizo, vaya que si la hizo.
Esto fue más o menos por Abril y en Junio visitó nuestra tierra siguiendo el recorrido en círculo que le marqué, Plasencia, Cáceres, Trujillo, Guadalupe, Mérida, Badajoz, Elvas (ya que estamos...), Alburquerque, San Vicente, Valencia y Cáceres. No daba tiempo a más.
Durante esos días hablábamos por teléfono a diario y yo le notaba enormemente sorprendido y sumamente contento del viaje que estaba haciendo pero a su regreso estaba tan satisfecho y encantado con lo vivido, por los nuevos sabores que había catado y el descubrimiento que había hecho de las maravillas de Extremadura que nos saltamos la clase de "sudorosas pedaladas para no ir a ningún lado" para pasarnos más de una hora en una mesa de la cafetería zumo de naranja en mano (esto último no lo digáis por ahí) contándome lo que había visto y lo que más le había gustado de cada sitio visitado. Confieso que escuchándole hablar sobre el carácter y hospitalidad de sus gentes me hacía el culo gorgoritos de satisfacción.
Que jodío el Pulgarcito... Desde entonces su opinión sobre Extremadura es otra totalmente diferente precisamente por estar informado al conocerla, hecho éste que ratifica con absoluta rotundidad el refrán que sabiamente sentencia que "la ignorancia es la madre del atrevimiento" y curiosamente todo gracias a una camiseta, la camiseta del Sanvi.
Es lo que hay.


jueves, 21 de abril de 2016

Contando cochinos.


Hace un rato, hablando con Isabel Rivero sobre la conversación telefónica que he tenido esta tarde con mi nieta, se produjo una combinación de sabores de exquisita y confitada mixtura, lo de poner en modo avión la cabeza es fácil pero con el sentir puedo asegurar que eso no funciona, no es posible y así, sin querer me salió una ensalada flambeada de tres ingredientes a cada cual más dulce. Mi abuela, mi pueblo y mi nieta.
Fue hace dos años, la primera vez que mi nieta pisaba el pueblo, cuando apenas tenía cuatro años. Desde nada más llegar yo esperaba de forma ansiosa aquel momento así que una tarde después de comer, mientras los demás descansaban, cogimos el coche y nos fuimos los dos solos a los Canchos Blancos, sin adosados, acólitos ni ocupas emocionales.  Nos íbamos a contar cochinos.
Evidentemente lo primero que había que hacer era llevar un palo para apoyarnos al andar y defendernos por si nos salía un cocodrilo rosa con los dientes sucios o un ciempiés con zapatillas de correr. Importantísimo lo de ir bien preparados.
La enseñé la ermita por dentro, exploramos huellas de osos amorosos hasta el Cancho del Peligro y aunque las buscamos... no encontramos vacas vestidas de vaca, bellotas cuadradas de la suerte ni hojas mágicas con corazones pintados de rosa. Habrá que volver, los Canchos Blancos es un lugar mágico.
Tras beber del caño, nos sentamos bajo el tinao de mis abuelos, en el mismo lugar y sobre la misma piedra que hace cincuenta años. Contábamos cochinos y nos divertíamos poniendo nombre a cada uno.  Lucía nunca había visto tan cerca "cerditos negros", estaba disfrutando, era feliz, como yo hace cincuenta años en aquel mismo lugar y haciendo exactamente lo mismo, contando cochinos, allí sentado, con mi abuela. 
No estábamos solos, éramos tres, allí estaba presente su recuerdo brotando desde lo más íntimo y mágico del lugar y por un momento, pensando sin querer pensar, la imaginé jugando con mi nieta, riendo abiertamente y sin complejos mientras se la comía con sus besos de repetición, acariciándola con aquellas cálidas y rugosas manos cuyo tacto nunca olvidaré, fue un imaginar bello y terriblemente duro, tanto que no lo volveré a hacer jamás.
Volvimos a casa y al llegar yo disimulaba lo indisimulable. Evitaba las miradas y de hecho, mientras Lucía contaba la aventura vivida salí a recoger una leña innecesaria. Aunque no me dijeran nada mis hijas sabían lo que había, dónde habíamos estado y lo que habíamos hecho, lo entienden y respetan solemnemente. Ellas lo sabían y se esperaban que hiciera lo que hice, lo mismo que en su día ellas vivieron, lo que les había contado mil y una vez, el dar la continuidad debida a mi pasado, convertir en ley privada el íntimo uso de mis recuerdos, hacer lo que me pide el corazón y empujado por el lugar al dictado de un amor sin fin, revivir a mi abuela en mi tierra, en la magia de mi pueblo, junto al tinao donde tantas ratos de niño pasé con ella, darle vida, hacerla presente compartiendo con Lucía aquellos momentos como conmigo hacía ella hace cincuenta años, dar voz muda al silencio de mi devoción y sobre todo disfrutar de mi nieta con el infinito amor que a mi abuela debo y que por su pronta marcha no le pude devolver.
Mi abuela Andrea está presente en mi, como siempre ha sido y siempre será, en lo más profundo de mi ser, desde siempre y para siempre. Cincuenta años después todo sigue igual, nada ha cambiado en aquel mágico lugar de San Vicente, aún me veo allí sentado con mi abuela, contando cochinos.

martes, 19 de abril de 2016

Colorín colorado.





Erase una vez un lugar donde los silencios hablan, donde el tiempo tiene otra dimensión, donde los aromas tienen rostro y los colores tacto, erase una vez un lugar tan sensorial que las palabras adoptan una desnudez casi pornográfica.
Erase un lugar de Corpus colorido y cielo colorado, un lugar de cuento para contar recuerdos, donde las casas con los años cambian de tamaño y las calles encogen con la edad, un lugar con sitios sitiados por la emoción, parajes rodeados de memoria y caminos surcados a ras de piel.
Erase una vez un lugar con rincones indefinibles, parajes únicos e irrepetibles, imborrables en el recuerdo, seductores y poseídos por un amor desmedido, erase una vez un cuento que cuenta de un lugar hechizado por ​el pasado, perfumado por el sentimiento y adorado por el más intimo de los afectos, donde lo invisible es sensible y el amor tangible.
Erase una vez un lugar de migas compartidas y gazpacho de poleo, buche, mondonga, cominera y patatera, un lugar con la vida debida, luz blanqueada al sol y resóleo a la sombra, de pasión esculpida y miradas puras, de besos abiertos y abrazos cerrados, un lugar cálido de espacios vivos, sin apariencias que engañen ni males que vengan bien, sin dulces margosos ni arrieros en el camino, erase un lugar mágico, erase una vez un lugar de cuento.
Y colorín colorado..., a San Vicente hemos llegado.

sábado, 16 de abril de 2016

La trampa del paraíso.

Contente y aguanta, no te acerques por allí, ni se te ocurra porque caerás en la tentación, morderás la fruta prohibida, pecarás de pasión y ya será tarde, ya no habrá remedio ni solución.
No vayas, no tientes a la suerte. Te ligará su historia, su nobleza, te contagiará la sencillez y naturalidad de sus gentes, apestarás a normalidad y modestia. Es sumamente peligroso, no vayas, ni te acerques.
No vayas, no se te ocurra porque caerás en su red y aplastado por sus argumentos, serás presa fácil, te mostrará la manzana y caerás, te convencerá con el tinte de sus tonos, la magia de sus colores, la mezcla de sus aromas y la amalgama de sus sabores. Te engancharás a la alegría de sus gentes, su hablar cantarina y el deje de su optimismo. 
No vayas, ni te acerques, probarás su prueba, catarás su mondonga, su chacina, sus bollos y porrinas, memoria a cucharadas que te harán esclavo de sus sabores, víctima de tu paladar y cautivo de tu pasado.
No vayas que volverás, volverás y subirás a mirarlo desde la balconada de tu intimidad, a solas con tu compañía, te sentarás junto al tinao, cerca de la ermita y sentirás como te atrapa el brillo de su luz, la dulzura de su imagen  y la belleza de su estampa, vivirás la caricia del entorno, el brote de las emociones, la plenitud de las sensaciones y la doctrina de los recuerdos. Puro, sincero, sin tinieblas, con la transparencia de un amor sincero.
No vayas, lo que no se conoce no se ama, no vayas al pueblo, San Vicente es así, monte de orégano, pelos de punta, cuna de lo entrañable, baúl de los recuerdos y lágrimas al aire, San Vicente es... la trampa del paraíso.

Hasta el infinito y más allá.

Cuando viniendo por Salorino tienes que disimular tu flojera al divisar su pueblo en la lontananza, cuando se rompe tu emoción por el lacrimal y descompones la viril figura que aunque de lejos se te supone, cuando se te escapa el sentir, cuando transpiras devoción por tu tierra y pasión por tus raíces.
Cuando mil y una veces sentaste a tus padres en el sofá de los relatos para mil y una veces escuchar la historia de tu historia, cuando conoces Cobacha, Mayorga o Valdespinar como si allí con ellos hubieras pasado su pasado, cuando vives con delirio las crónicas de la memoria oyendo a tus padres hablar de sus padres. 
Cuando has sentido en cercanía la fascinación de un noviazgo infantil, las furtivas escapadas al pueblo, las mañanas tristes tras noches alegres, una ausencia temprana, una boda enlutada, un parto complicado, una coz en la cara, un blanqueo de fachada, el calor de una siega o la ruina de una tormenta, cuando por conocer tu historia sabes quién eres y de dónde vienes.
Cuando paras siempre en la sombra de aquella curva, una curva sin sol donde tu padre vio por última vez con luz de vida a su madre, cuando sin haber nacido has vivido momentos, trances, dichas y desdichas del pasado, cuando has sentido muy dentro los momentos álgidos por su dulzura o trágicos por amargura, cuando vives con intensidad la verdad de una transmisión tan íntima como real, cuando vives tu pueblo en la distancia, cuando coses, zurzes y remiendas los recuerdos en el blindado rincón del alma, cuando pasas y repasas tu memoria, cuando la respiras con ansia, cuando te guía el aroma del paladar, el perfume inoculado en tus entrañas y las sensaciones de la piel, cuando manas orgullo por tu tierra y cuando rozas lo cursi de una hagiografía al escribir sobre ella.
Cuando rebosas verdades de las de verdad, de la auténticas, de las que el paso del tiempo no puede distorsionar, cuando los hechos y actitudes son ratificadas por extraños para una constancia tan innecesaria como íntimamente gratificante, cuando vienes de un pasado en humildad y un ayer de verdad para edificar un presente verdadero, cuando sabes quién eres porque sabe de dónde vienes, cuando vives lo que sabes, sabes lo que sientes y sientes lo que dices, entonces llevas el orgullo por tu tierra y por su gente hasta el infinito y más allá, mucho más. 

Un lugar así.

No existen los lugares más bellos del mundo, no hay miradores con las mejores vistas del mundo, no existe el rincón más espectacular. Hay miles de sitios especiales, cientos de puntos representativos, decenas de parajes singulares pero solo uno es el único, el que te transmite miradas, recuerdos y lágrimas, el de los momentos, instantes, tiempos y pasajes, el del sentimiento y la sonrisa del alma. Sólo uno.
Sólo existe uno, el del corazón abierto y la afección flagrante, el del cariño al aire y el amor a borbotones, el de los pelos de punta, el que te eriza la piel, el del aroma a niñez y el tacto arrugado.
Sólo existe un lugar así, el del negro sobre negro y los besos de metralleta,  el lugar donde se guarda el pasado, donde arraiga la vida, donde nace la emoción, donde tiembla el alma y se encogen las entrañas,  donde se emociona el pensar y se desborda el sentir.
Sólo hay un lugar único, sólo existe un lugar así, mi pueblo, San Vicente de Alcántara.

El alma amollecía.

Todo la venía bien y de nada se quejaba, nunca pasaba nada, ya se arreglará, todo merecía su sonrisa, hasta la vida. Nunca se le movían las gafas, de hecho no la recuerdo acomodándose jamás la montura.
Recuerdo mucho sus manos, unas manos curtidas, ásperas y demasiado trabajadas. Con ellas me pelaba las naranjas que abría en gajos e iba depositando en el mandil para desde allí ir dándomelas en la boca. Eran unos gajos calientes, era el calor de mi abuela, el que llevo marcado a fuego.
Mi abuela es aroma de café, corcho y porrinas, es la verdad de la verdad, la respuesta a la pregunta que nunca me he formulado, la humildad por bandera y la honradez por blasón, es ver más allá de donde mire, la frescura sin maquillar, la grandeza de los diminutivos y al alma "amollecía".
Por algún sitio leí... "Cuando te preguntes si has amado demasiado,.. pregúntate también si acaso has respirado de más para seguir viviendo."

El gallo.

Siempre nos traíamos cosas del pueblo, cosas que no valían para nada pero para nosotros significaban mucho. Se romperían, se perderían o qué sé yo, el caso es que cada vez que volvíamos del pueblo nos traíamos uno, si, me refiero al "gallo del tiempo", un gallo portugués de esos que cambiaban de color dependiendo del tiempo que hacía o iba a hacer.  Nada de previsión a corto espacio, no, de eso nada, era algo natural y puntual, en vez de asomarte por la ventana mirabas el gallo, aunque después (por si acaso) mirabas por la ventana y no por falta de confianza no, solo era por si acaso. 
Ahora que lo pienso, allí en el pueblo un gallo de esos no tendría mucho trabajo, tendría que aburrirse más que un hincha de ajedrez, no me extraña que aquí en el norte acabaran medio loco y de ahí su obligada y periódica reposición ya que en el mismo día puedes asarte de calor, cascar de frío, te puede llover a mares, hacer sol y si te descuidas, hasta nevar. Como para no desistir del intento de predecir nada el pobre gallo. 
Ahí sigue, en su rincón de pensar, aunque por relevos lo tengo en casa desde hace más de treinta años y de ahí no lo muevo aunque el muy gallito debe haberse pillado por su cuenta la jubilación ya que desde hace tiempo, muuuucho tiempo pasa de todo y está en modo off, sólo le falta un cartel al cuello que ponga... "A mi no me mires que no estoy."
Su exposición encima de cualquier lugar de casa era una ostentación de orgullo y su presencia, en lo que a mi se refiere me hacía compañía mientras esperaba el momento de volver a estar en mi pueblo, con mis abuelos. Ya me da igual su color, lo conservo por tradición y porque lleva pintado el nombre de mi pueblo.
En mi casa hay mucha simbología del pueblo, tengo el típico platito de Recuerdo de San Vicente de Alcántara" sobre dos soportes que se engarzan el uno con el otro para mantenerlo erguido, bastantes objetos de corcho como dos asientos, un joyero, un precioso palillero que me regalaron mis parientes del Litri, etc..., pequeñas cosas, cosas futiles, no todo lo que nos traemos del es chacina y bollos, nos traemos cualquier cosa pero de allí, de nuestro pueblo, cosas que te recuerdan tus orígenes y cuyo escaso significado crece en progresión ilimitada cuando estás fuera, algo que llega hasta el infinito y más allá, como tu orgullo de ser extremeño y sobre todo, sanvicenteño.



Recuerdos.

A estas alturas, como dice Fito en su canción... "puedo escribir y no disimular, es la ventaja de irse haciendo viejo..." Debe ser que me estoy haciendo mayor, debe ser que el uso por la edad va desgastando el escudo precolombino que absurdamente disimula la normalidad de las emociones, debe ser eso. 
El caso es que yo no es que sea especialmente nostálgico aunque para ser sincero, de mi pasado (que no del pasado), solo echo de menos todo y cada día más puesto que mayor es la emotividad de los recuerdos. Cuando hablo con mi madre y le narro alguna de esas escenas, se sorprende y hasta ha llegado a preguntarme que cómo es posible que lo recuerde, lo tengo fácil, solo tengo que contárselo para reflejar la verdad, ella estaba allí o sabe de lo que hablo.
No es una cuestión de memoria ni capacidad del disco duro, no se trata de procesamiento de datos y estiba de la información, no, no es como el cajón de los calcetines que caben o no depende de como los coloques, no es eso, el secreto está en el amor infundido, en el sentimiento más íntimo, en la calidad de la vivencia para ser o no merecedora del recuerdo, en la querencia de lo puntual, de aquel momento que por una u otra causa se grabó tan dentro que casi cincuenta años después puedes describir con total pulcritud aquel instante, aquella sensación, el tacto de aquellas manos, aquella risa, ese beso y hasta el aroma del lugar.
Los recuerdos no mienten, están ahí, perfectamente colocados así pasen los años, preservados del olvido, a resguardo del tiempo y al calor del corazón.
No están prefabricados ni los encontrarás en el todo a cien, es algo privado y privativo, no hay dos por uno, cada uno es diferente, auténtico, especial y original, cada vivencia es única aunque todas se vinculan a la misma raíz, la del amor utilizado como abono en su siembra.
Estoy seguro, segurísimo que dentro de cuarenta años, a mi nieta Lucía le pasará exactamente igual que a mi, lo sé porque sé como es y la veo venir. Dentro de cuarenta años sonreirá hasta emocionarse recordando como cuando era niña, a solas con sus abuelos iba al campo a buscar vacas vestidas de vaca, como por prevención cogíamos un palo para defendernos por si entre la hierba nos aparecía un cocodrilo azul de esos peligrosísimos que se comen las nueces con cáscara, recordará como cogíamos cangrejos en el río que levantaban la pinza para bailar sevillanas y luego los soltábamos para que se lo fueran a contar a sus hermanitos, como buscábamos ciempiés con calcetines de colores e hipopótamos entre las nubes. 
Se le humedecerán los ojos al revivir esos recuerdos, recordará con media sonrisa en la cara el ir con su abuelo andando de espaldas hasta casa, el caminar por la calle sin pisar la raya, como había que paralizarse y ni pestañear al subir por las escaleras mágicas, como enseñaba a su abuelo por dónde llegar a casa cuando a éste misteriosamente se le olvidaba el camino, dónde comprar frigopiés rosas, pipas peladas que no piquen, flahses de naranja o helados de limón de los grandotes y el cantar y bailar tocando la guitarra invisible...siempre recordará como todo el empeño de su abuelo era hacerla feliz y lo mejor de todo, lo más importante, es que ella lo repetirá la intención con sus hijos y se lo transmitirá a sus nietos, como hicieron conmigo.

Es la vida, una sucesión de enseñanzas, repetición de experiencias y transmisión de la herencia emocional. Esos serán sus recuerdos, los que hoy siembro en mi nieta, los que abono con amor, los que en su día sembraron en mí.

El llavero.


La llave de mi moto va en un llavero al que tengo especial cariño, me lo regaló Susana la última vez que estuve allí. No es un llavero de plata con el emblema BMW, Mercedes, Audi ni milongas de esas, para nada. Es un llavero precioso, un llavero que llama la atención y además, por su composición no me ralla la tija. 
Es un cordón rojo en el que por un extremo tiene un aro para la llave y en el otro un nudo para que no se escape el tapón de corcho al que atraviesa, pero ojo, cuidado que no es un tapón de corcho cualquiera, es un tapón con el escudo de mi pueblo y la inscripción "Excmo. Ayto. San Vicente de Alcántara" marcado a lo largo. Tela con el llavero! Es un llavero precioso, el llavero digno de mi Venus.
Esta mañana tenía que hacer algunos recados, ir a correos, a la farmacia y a comprar cuatro cosas, el caso es  que bajé al centro con ella y cuando la estaba aparcando, mientras guardaba el casco en la maleta se me acercó un conocido con el que he salido algunas veces de ruta en grupo y al fijarse en el llavero que colgaba del cofre, de forma irónica me comenta... "Coño Pin, ¿No te da vergüenza llevar ese llavero en una pedazo de moto como ésta?"... La jodimos, pobre incauto, encima que por lo pijo y estirado que siempre me pareció no me cae nada bien, acaba de pifiarla al preguntarme de esa manera sobre el llavero de mi moto, el llavero con un corcho que porta el escudo de mi pueblo.
Conté hasta tres para no desenfundar la viperina y exponerle el motivo de tan especial e íntimo argumento, porque al final..., paqué!, no merece la pena.
A ver como le explicas tú a alguien tan superficial los motivos para llevar ese llavero en la moto, un llavero que no es un simple llavero de corcho, es un llavero de corcho de mi pueblo, con el escudo y nombre de mi pueblo, con lo que ello significa para mi, intenta hacerle ver a alguien tan trivial tan vacío y Barriosesamista lo que conlleva y representa el corcho para un Sanvicenteño.
Yo entiendo que en esta botica en la que pasamos los días tiene que haber de todo, seguro que el muy pijo por ignorancia no sabe ni de dónde se extrae el corcho, así que al final para no perder el tiempo ante semejante mindundi opté por el camino más corto..., "Me lo regaló una amiga, es para no ahogarnos y flotar en caso de inundación", y allí le dejé, dando vueltas a la cabeza...
Ahora vas y lo cascas.

Mi tío Domingo.

Estoy escalando por la estantería de la memoria, ¿Cual es vuestro recuerdo más antiguo? El mío, creo que es ese que apenas asoma por la última balda, si, ese. Lo bajo y os lo cuento.
El recuerdo más antiguo es el de ir sobre los hombros de mi tío Domingo, el tercero de los hermanos de mi madre, con los dedos metidos entre su pelo, más largo por cierto de lo que suelo recordar como habitual en él o que mis manos eran muy pequeñas, no sé. 
Debo de tener tres o cuatro años, no más porque mi hermana Andrea aún no ha nacido y bajamos por la Lancha Olivera, antes de llegar a casa de mi Tía Paula. A la altura de su puerta paramos. Allí está ella, sentada con otra señora, a la sombra y en el sitio de siempre, con las piernas totalmente plegadas y sus brazos rodeando las rodillas contra sí. 
Viste totalmente de negro, medias, mandil y zapatillas del mismo color, igual que la vecina que la acompaña. Al oírnos hablar, sale del interior mi tío Pedro en camiseta blanca de tirantes de esas de toda la vida, aparece entre una cortina de macarrones de plástico, se viene secando el cuello con una toalla. Hablan entre ellos.
María y Tini están llegando en dirección contraria, vienen juntas a casa, son las primas hermanas de mi madre, unas mujeres buenas con la que no tuve todo el trato que me hubiera gustado. Son muy jóvenes en ese momento, sonríen mientras me miran y asienten, creo que por algo que les está contando mi tío mientras que mi padre, mi madre y mi abuela llegan por detrás. Mi padre viene con una pajita en la boca, mi madre cogida de su brazo y mi abuela, sonriendo como siempre, pelando un higo chumbo con un trapo en las manos que supongo será para mi, como siempre hacía.
La calle que baja es larga y ancha. Hace mucho calor y el cielo está despejado sin un par de tristes nubes donde buscar osos. Huele a pan y tierra caliente así que supongo que estamos en verano, rondando el mediodía.  Recuerdo mis dedos tironeando de su pelo, sus ásperas manos de peón me agarran por los tobillos, las gotas de sudor corren por su cuello, un cuello tan grueso para mis piernas que casi no lo abarcan. 
Mi tío huele a tabaco negro, un aroma que destaca sobre los demás olores y recuerdo estar muy contento, veo la vida desde el poder de su altura, desde la atalaya que es mi tío Domingo, lo que con el tiempo fue mucho más que un simple tío, un hombre que es más fuerte y más alto que Urtain, un ser al que adoro, un coloso casi mítico con el que apenas estoy un mes al año.
Soy feliz allí, subido en la balconada de su estatura, dominando el mundo junto a él y con él, con mi tío Domingo.

La caja.

Ayer por la arde pasé por casa de mis padres, estuve de charla un rato con ellos y me vine a casa con la "caja de mi pasado" bajo el brazo. Esa caja es un tesoro de un valor incalculable, sin tasación, sin precio, hay verdaderas joyas de las que no tenía ni idea de su existencia, si la riqueza se midiera por sentimiento, me río yo de las Koplovich esas...
En esa caja hay fotos, muchísimas fotos y muy antiguas, antiquísimas. Fotos con historia y mucho significado. Esa caja es una amalgama que rebosa vida y vivencia, relatos y anécdotas, biografías y crónicas, cuentos, anécdotas, ilusiones, dolor y lágrimas.
Allí está la juventud de mis abuelos, de mis tíos, de mis padres, fotos vetustas que por su estado de deterioro necesitan una atención más que urgente por mi parte. O las escaneo y plastifico o se perderán para siempre y eso no lo puedo permitir.
Una vez en casa, pasando revista al pasado, de repente me invadió un sentimiento de urgencia, allí hay fotos tamaño carnet de mi abuela, recordatorios de obituarios de mis seres más queridos, de primeras comuniones, cartas, postales de viajes de novios y hasta menús de bodas. Allí hay fotos de mi niñez en el pueblo, documentos auténticos, nada de facsímiles, son fotos entrañables, fotos lejanas en el tiempo y cercanas al corazón que necesitan mi atención urgente. No se pueden perder jamás.
Unas fotos me hacen reír, otras sonreír y otras... disimular. Hay fotos exactas, idénticas y calcadas a las esculpidas en mi memoria, imágenes de familiares muy queridos que faltan desde hace muchos años, fotos de lo que antes era que hoy no es, fotos que debo conservar porque son imágenes que no están más que en mi recuerdo.
Ahí está el Cristo de entonces, el que yo recuerdo, aquel que cruzaba corriendo de miedo cuando veía a "El Lala", recuerdo, aquel valle del medio que siempre me olía a churros, aquella interminable subida de Muñoz Torrero que de mayor encogió su tamaño, allí está mi más que tío Chiripa con su bici, mi querido tío Domingo el día que me regaló mi primer traje de fútbol, sus primas Tini y María, hijas de mi tía Paula, ahí está la dulce expresión de mi abuela mirándome, estampas de mi pasado, de mi historia, de mi vida. Ahí está lo que soy y de dónde vengo. Ahí está mi memoria, en una caja.
Esa caja está repleta de historia e historias, de vida y vidas, vidas origen de quien soy, la historia de mi familia, de tantas y tantas personas que hoy no están y forman parte de mi emoción, imágenes de mi pasado.Todo en una caja, una caja llena de sentimiento, de afecto y efecto, de sensibilidad y ternura, es toda una historia en una caja de cartón.
Que curiosa es la vida, la historia, emociones y origen de una persona en una caja de cartón.
No pienso pensar.

Casi.


- Tú de dónde eres Pineda?
- Yo soy extremeño, soy de San Vicente de Alcántara, un precioso pueblo de Badajoz.
- Pues no tienes acento... 
La jodimos!, ya estamos con lo de siempre, como casi siempre, casi. No sé qué es lo que esperaba, eso es lo que nos pasa a los que presumimos orgullosos de ser y sentirnos extremeños pero no tenemos el deje de la jacha, jigo, jiguera, mijina, o poquinino, es como si por ello tuviéramos que mostrar el deeneí para demostrarlo.
Vamos a ver, pacer se pace en cualquier sitio, la vida te va marcando el paso y el destino te señala el camino y así, sea cual fuere la causa, pacer se pace unas veces donde se quiere y la mayoría de las veces donde se puede, lo que hace falta es poder pacer y anda que no hay pacenses paciendo por ahí fuera...
Otra cosa es el nacer, quieras o no sólo se nace una vez, en un lugar y en el caso de muchos de nosotros, naces donde lo marca tu historia, donde parten las raíces, donde vivieron tus antepasados, tus ascendientes más lejanos, tan lejanos y remotos en el tiempo que las generaciones obnubilan tus orígenes, donde tienes tantos por encima que es imposible llegar a la copa genealógica, donde se confunde y hasta ignora por compleja la fuente germinal, lo elijes donde naces, naces donde tenías que nacer y punto. Ahí nací yo.
El destino te puede hacer dar mil vueltas y acabar en la otra punta, allí te estableces y desarrollas tu vida, creces, estudias, trabajas, te casas, tienes hijos, crecen, estudian, trabajan, se casan y te hacen abuelo. Estás donde tienes la vida, donde el pasar de los años te marca la normalidad del itinerario, horario y calendario de la existencia, te sientes bien, tienes tus amistades, socializas tu vivencia, vives mimetizado en el entorno, eres moderadamente feliz, tienes tu familia, tu círculo, tu ambiente y casi eres uno más, casi. 
Vas al pueblo cuando puedes, a donde naciste, allí apenas te queda familia y conoces a muy poca gente pero vas, lo necesitas. Respiras con ansia, te sientes bien, confortado y confortable, paseas por donde paseaban los tuyos, hueles tus raíces, refrescas la mente, tocas la puerta de tu casa, vas a la charca, subes a la ermita, te sientas donde te sentabas con tu abuela, exactamente en la misma piedra, tu memoria no falla y hasta tienes fotos del momento, tocas el caño de aquella misma fuente, permaneces en silencio, te brota la emoción entre los recuerdos, repites una y mil veces el camino que te dicta la memoria y el corazón, no hay más protocolo que el sentimiento, que la involuntaria querencia del desorbitado amor por tu tierra, de la pasión por lo tuyo y te sientes bien, estás donde quieres estar , donde casi eres uno más, casi.
El casi es inevitable, aquí y allí. El rumbo del pasado en su día te marcó el camino, vives donde no has nacido y no has nacido donde vives, casi pero no eres de aquí porque casi eres de allí. Yo soy extremeño declarado, Sanvicenteño confeso y Santicentómano vocacional, allí está mi pasión, mi emoción, mi pasado y mis más íntimos recuerdos pero aquí está mi vida, mi familia, mi presente y no sé si mi futuro aunque, siempre seré de allí, siempre, porque el hombre pace en cualquier sitio, unas veces donde puede y otras donde quiere porque pacer hay que pacer, pero nacer se nace donde tiene que nacer y yo, yo soy de donde nací, o casi.

Mi abuela Andrea.


Mi abuela Rosario murió antes de yo nacer, mi abuelo José muy poquito después, por lo tanto no pude disfrutar de ellos y como tales ejercieron conmigo mis abuelos maternos, Domingo y Andrea.
Unos cuantos años después, el cuerpo envejece pero la mente no y el corazón, mucho menos. Hoy, unos cuantos años después, tengo una nieta que en Mayo cumplirá séis años, se llama Lucía y entre los dos tenemos una relación muy muy especial, y para mi, de lo mejor de mi vida. 
Mis propias hijas me han mostrado, o mejor dicho, me han hecho ver con ejemplos la repetida e idéntica transmisión de hechos, sentimientos y actitudes que sin pretenderlo tengo con Lucía con las que practiqué con ellas como padre, me dicen que intento ser el abuelo que mi abuela fue, que enseño a la niña lo mismito que a ellas les enseñé, que les cuento las mismas cosas que a ellas las conté y que juego con ella a lo mismo que con ellas jugué, vamos que unos cuantos años después sigo buscando con ella hipopótamos en las nubes, cocodrilos bajos los canchos, ciempiés con calcetines y cigüeñas con traje de baño. Y es verdad, sin quererlo, guiado por lo vivido hago con mi nieta lo que hice con mis hijas, no conozco otro método de transmisión mejor que el que mi abuela me dedicó.
Me han llegado a decir que vierto en mi nieta amor de forma obsesiva, quizás tengan razón, quizás sea porque me sobra, el que le debo a mi abuela, el que por haberse ido tan pronto no le pude devolver.
Cuando se fue yo ya tenía 18 años, se fue muy joven, demasiado joven, pero aprendí mucho de ella. Tuvo tiempo para enseñarme a compartir, a mirar y ver, a quedarse siempre con lo bueno, a dar sin necesidad de recibir, a disfrutar de las pequeñas cosas, a ser  feliz con poco, a ilusionarme, a querer y hacerse querer, a no hacer daño a nadie y sobre todo, por encima de todo, a intentar siempre ser buena persona. 
Ella hablaba conmigo, de mis cosas y a mi altura, no fingía, se interesaba y me dedicaba tiempo, palabras, silencios, miradas y gestos. Solo y a solas, conmigo y para mi.
La primera vez que llevamos a Lucía al pueblo, hice con ella el mismo camino y fue emocionante, muy emocionante, dejamos a todos en casa y nos fuimos los dos solos a comprar la porrita y después, mientras se la iba comiendo, hablábamos de sus cosas, de nuestras cosas, cogidos de la mano y camino de los Canchos Blancos, igual, exactamente igual que unos cuantos años después, aguantando el torrente de vivencias, emoción y lágrimas, pensando en ella, en mi abuela Andrea, en una mujer inolvidable.


Han pasado años, unos cuantos años.

Crecer por dentro.


Evidentemente y a no ser que seas más rancio que la cecina de un mamut, lo natural es que cada vez que vayas al pueblo conozcas y te presenten nuevas personas y ahí viene lo gordo, el examen del "Doctorado en historia grado tres" y da lo mismo que abandonaras San Vicente al volver de la mili o antes de empezar a andar, eso es lo de menos y así pasa lo que pasa, más cuando como en mi caso te apellidas Jiménez Pineda Rebollo Bautista Camisón Bejarano Rabazo y Borrega, vamos, que con estos apellidos te pueden salir parientes hasta por los grifos.
Situación. Bar "El Litri", a cualquier hora de una tarde cualquiera:
- Chaaaacho chacho!!! osea que tú eres el nieto de la Señora Andrea la Quira!!!
- Pues si, soy el hijo de Angelita, la mayor la mayor de sus hijas.
- Uy Chaachooo, pero si somos parientes!! si hombre si!!! yo conozco a tu madre, que se casó con un "Porras"!!!, ​y a tus tíos, como no... me crié con tu tío Chiripa y jugábamos juntos al fútbol, cuando le veas le das recuerdos de Juan, el hermano de Lucero el "Mangajón", el que se casó con la hija del "Pichina", la cuñada de tu tía Gloriosa la "Mosqueá", ¿Ya sabes quién es no? claaaaaro, la de tu tío Nicasio.... y dáselos también a tu tío Domingo, que se llevaba muy bien con Miguel el "Mingorrino", el que se casó con Juana "la Picantona", que era nieta de María​ "la Buchera", la prima hermana de tu abuela Rosario "La Arrecía"... Tú díselo, díselo y verás.... 
Tú, que ya estás más liao que el fontanero del Titanic, al no saber por dónde te está dando el aire, no te queda otra que poner cara como de pensar.... y dices...
- Pues no caigo.... pero mira es que yo no me fui ...
- Como que no, si hombre si... tú pregúntale a tu madre y verás...
Ahí, totalmente bloqueado al no poder asimilar todo lo que en cinco segundos y medio te ha soltado este hombre con todo el cariño y la mejor de sus voluntades, es cuando el disco duro desconecta en defensa propia y cuando estás a punto de desistir de tan siquiera intentar relacionar tanto cruce de nombres, motes y parentescos es cuando en evidente ejercicio de auxilio y remolque, se acerca tu primo desde detrás de la barra y te dice...
- José Antonio, mira, ese que está ahí sentado leyendo el periódico es primo hermano de tu madre.
Psss, ahí la cosa cambia, cuidadín que eso ya es otra cosa, por mucho que pueda liarse la madeja, un primo hermano de mi madre no dejará de ser un primo hermano de mi madre y punto, vamos, lo que es un primo hermano y ahí no me pierdo, hasta ahí llego.
Se acerca el hombre una vez avisado y tras una cordial y mutua presentación efectivamente te dice que es hijo de Noséquién, una hermano de mi abuela Andrea. Ese es el momento, ahí sí, ahí es cuando empiezan los relatos del pasado, cuando te dice que hace como cincuenta años que no ve a tu madre porque él también emigró hasta que se jubiló y que a ti te conoció de niño. Te habla con afecto y como si nos conociéramos de toda la vida, ahora es cuando disfrutas de una charla que refresca tu vida, te habla de personas que te suenan, algunas hasta has conocido y donde la "ubicación espacial" tiene  un sentido lógico, te están reviviendo tu propio pasado mientras escuchando disfrutas más que un gorrino en un charco. Ahí si.
Después de un buen rato y muy agradable conversación en el mejor y más cálido de los ambientes toca la hora de retirarse, te despides cariñosamente de todos y nada más salir de allí, sin querer se te dibuja en la cara una indisimulable sonrisa, un gesto que te nace desde la conformidad de lo más profundo de tu ser. 
Quién te acompaña te conoce, sabe que es tu momento, estás emocionado, las palabras que te han dicho coinciden con lo que sabes, te han contado unas cosas que ignorabas, otras que conocías y algunas que te sonaban y estás encantado, orgulloso, henchido e hinchado de satisfacción, te han hablado de lo muy buena persona que era tu abuela, de las cosas que hacía por los demás, de como se portaba tu abuelo con todo el mundo a pesar de su más que humilde escasez, te han contado cosas de tu madre, de tus tíos, de lo buena gente que eran, te hablan de tu familia, de todo, te han hablado de ti. Te han reconciliado con los verdaderos valores de la vida.
Sales de allí feliz, altivo por tus orígenes, orgulloso de tu gente y de tu pueblo, por eso digo y siempre diré porque así lo siento que ir a San Vicente, ir al pueblo, es ir a mirar la vida con la vista en el pasado y de paso, ...examinarte de historia.

Acércate.


Acércate hasta allí, date una vuelta. Yo siempre he dicho y así lo siento, que el ir al pueblo viene bien, es como ir a pasar la ITV emocional, renovar el orgullo del origen, la identidad y reencontrarte con tu pasado, nada de ejercicios espirituales ni milongas de esas, lo que hay que hacer es ir al pueblo. Volver.
Puede que incluso hagas como yo. Según llego lo primero es ir al cementerio, siempre lo hago, es un principio básico de actuación, una obligación moral, entre por donde entre, venga por donde venga y vaya con quien vaya, lo primero es lo primero, visitar a mis abuelos paternos, digamos que es como hacer un breve "Viaje al futuro" para comprobar que todo está bien en tu pasado.
En cuanto entres en San Vicente, cuando quieras darte cuenta ya estarás ejerciendo de vampiro emocional. Llegas, aspiras, respiras, hueles, paseas, recorres, saludas, charlas y absorbes toda la esencia vital que puedas almacenar, todo lo que te quepa dentro para alimentar y conservar la pasión por tu tierra, rellenar el saco espiritual, nutrirte del lugar, de tu historia y la nobleza de sus gentes. Crecer por dentro.
Lo notas, te urge, querrás pasar por la charca donde de niño pescabas ranas con tus tíos, por El Llano, querrás disfrutar de una porrina, seguir por la calle Larga, el Cristo, sobar la puerta de la casa de tus abuelos, subir Muñoz Torrero, la Lancha Olivera, ir a la ermita, sentarte en los Canchos Blancos, asomarte al tinao de tus recuerdos, hacer lo que de niño hacías cada día con tu abuela y sentir, notar tu tierra, el suelo, los orígenes, las vivencias, respirar el aroma de tu pasado, tu historia y sobre todo rellenarte de ti, crecer por dentro.
Acércate hasta allí, date una vuelta.

El tatuaje de la verdad.


Recientemente me han llegado a decir y de hecho, hasta llegué a pensar en ello, eso si, no más de cincos segundos, que quizás, el desmesurado amor por algo pudiera desvirtuarlo, deformar los hechos, la memoria, perder la justa proporción de las cosas e incluso idealizar involuntariamente los recuerdos. No lo sé, quizás, pudiera ser pero... me da igual, no es mi caso, yo sé lo que vivo y siento porque es verdad y además, es mío.
Cuando voy a mi pueblo arrastro y cuando digo arrastro no es que juegue al tute ni coja por los pelos y despelleje contra el suelo estaca en el hombro a nadie, no, es que conmigo llevo a mi mujer, dos hijas, yerno y nieta.
Les encanta mi pueblo y les encanta que les cuente el cuento inacabado, son relatos sin fin, sin solución de continuidad en tema, argumento y sentimiento, están conmigo, con mi pasado y mi historia, me oyen y escuchan, les encanta oírme contar mil y una veces las cosas que a mi me contaron, lo que pude yo vivir, el paseíto diario y mañanero con mi abuela desde casa hasta la churrería para buscar la porrita que me iba comiendo mientras después, cogidos de la mano subíamos hasta los Canchos Blancos, lo que allí hacíamos mientras el tiempo se detenía llenando de agua la tinaja frente al tinao, tinaja de barro que por cierto cargaba sobre su cabeza. 
Lo viven conmigo y sé que saben lo qué y cómo lo cuento, es un sentimiento único, privativo que sólo yo siento como lo siento, la descripción de su imagen, lo indescriptible de su risa, su sonrisa, sus gestos, su moñito, el arrugado y áspero pero tierno tacto de sus manos, la dulzura de sus besos de metralleta, les describo mil y una veces la sonrisa de su mirada, las cosas que me contaba, su alegría vital y el inconmensurable amor con el que regaba y modelaba mi personalidad.
Le hablo con devoción de mi tierra, de mi pueblo, de mi familia, sobre todo de mi abuela, les cuento un pasado que no es cuento, que es la verdad, no es nada inventado, desvirtuado, desproporcionado y mucho menos idealizado, es un relato sin fin, un cuento que acabará cuando terminen mis días, como mis recuerdos, la pasión por mi tierra y el infinito amor por mi abuela. 
Esa es la realidad, la marca de mi historia, el tatuaje de la verdad.

La grandeza de lo natural.


Hace unos días, mientras fundía el tiempo esperando en un centro comercial, por lambucero pero sin querer, me encontré en medio de una feria gastronómica, algo así como "El espacio del Gourmet", muy curioso por cierto. Allí había de todo pero todo de marca, mini-melones marceros de diseño de Villaconejos, sandías rojas invernadas para paté de Bruñó, "jigos" redondos exclusivos al aroma de Almorahín, chorizo de jabalí mordido por un fínfano de Nosédonde y te lo vendían todo como delicatessen, es más, algunos productos con exclusividad en su distribución por el Corte Inglés. Que bonito...
Aquello parecía una feria de esas de arte contemporáneo, un sitio donde la gente se para a mirar, sacar fotos y meditar sobre la simbología de un vaso con agua expuesto sobre una peana de madera, vamos, algo así como una especie de "Arco" gastronómico donde te daban a probar o mejor dicho catar un poco de todo.
Allí la gente ponía cara de entender muchísimo de "restauración" y gastronomía, miraban al techo mientras saboreaban y tomaban notas después en una carpeta como para verter allí la conclusión del paladar y puntuar los sabores o qué sé yo, digo... no sé, porque otra cosa...
Yo, por más que lo intenté no salía de mi asombro, vamos a ver..., que después de probar lo que probé, digo yo que mejores y más dulces melones y sandías comían los cochinos de mi abuela y no me doy importancia alguna, pero en fin... será mi ignorancia o que de repente me he vuelto cuerdo de atar.
Me dieron a probar una micra de queso ecológico italiano curado de nombre muy largo y raro que me sonó como de oveja sorda de segundo parto por cesárea, eso si, a más a un ojo el kilo, otro de cabra diabéticorubia afgana a medio riñón los cien gramos y del precio del gramo de aquel insípido e incoloro jamón aceitunado de cerdo grecoturco cojo de la paleta izquierda ya ni hablamos, que cosas oye... y nosotros toda la vida comiendo la chacina de la Chenti, de la tía Pinea o el queso sudao de Carbajo como el que que abre una lata de atún... si es que estamos "falagaítos".
Estos casos y cosas me hacen pensar, primero, que hay mucha tontería y mucho gastrolisto haciendo el primo por el mundo y segundo, que si uno de esos inocentes que pagan lo que pagan por esas tristes y sosas mini-croquetas de jamón tamaño lenteja famélica como la que allí yo probé... se metiera en la boca una criadilla, un trozo de mondonga en tomatá, una prueba o ajilimojili del pueblo..., se muere, fijo que casca el huevo o cuando menos lo tenemos que ingresar por urgencias en Badajoz, bueno claro, no, pensándolo bien, no, que nuestras cosas no son de marca ni las venden en el Corte Inglés....
Igual es que yo,  como Sanvicentómano confeso y declarado que soy veo las cosas de forma anormalmente lógica, pero el caso es que tras lo que he vivido en el espacio ese del gourmet, me he dado cuenta que hay tontería para regar y sembrar de berza el desierto del Gobi y que nosotros, sin darnos importancia de la cualidad y calidad de lo nuestro, nos jincamos la patatera como se ha hecho toda la vida, sobre pan y con navaja, mientras que igual, esos pobres "mangajones" lo harían en cata con gárgaras y enjuague previo del paladar en agua neutra, mineral y baja en sodio, cuchillo de plata con filo adiamantado,  cerámica de Porcelanosa, ojos cerrados y mirando al techo.
Dios me libre de hacer nada ni a nadie de menos pero... es lo que tiene la modernísima de la muerte "restauración" contemporánea,  si, muy chuli, muy guay, pero jamás podrá con la exclusiva calidad y grandeza de la naturalidad.
"Abuela, yo pan con patatera, chorizo papapá."

Gafas al corazón.


El tamaño de las cosas siempre es relativo, depende de cierta proporción, la de la mirada, la medida y la altura de su enfoque. A mis ojos el Cristo era una plaza inmensa donde cabíamos todos, Muñoz Torrero una cuesta interminable para subirla en aquella bici de hierro de mi tío Chiripa y Hernán Cortés la Gran Vía adoquinada.
El tinao era ancho y largo, enorme, el cancho del peligro una gran roca prohibida e inexpugnable y la ermita del tamaño de una catedral.
La casa mi abuela era un palacio con inmensa corralada, con un gran árbol en su parte izquierda y una pila enorme donde me bañaba. Con los años, la casita tenía angosto minipatio, letrina, higuera de dos metros veinte y lavadero de metro treinta.
Ahí, la  altura y el enfoque de la mirada te muestra la realidad de la visión y las cosas con el tamaño que siempre tuvieron, como siempre fueron, adaptando los recuerdos a la verdad de lo tangible. Entonces es cuando te das cuenta que tienes que agacharte para entrar en casa, que el zaguán de la camilla es de dos por dos y aquel patio apenas tiene diez metros cuadrados.
La vida te muestra su tamaño real, su auténtica dimensión, corrige las medidas en la visión de tus recuerdos y pone gafas a las proporciones del pasado pero lo que jamás podrá, nunca, es ponérselas al corazón.

Carbonilla en el alma.


Eran días largos, muy largos, con horas interminables y minutos eternos, eran jornadas de calor, sudorosas, agotadoras y de posturas inverosímiles donde el obligado y detestable uso de pantalones cortos me torturaba con las marcas del cuero de los asientos en mis piernas. Lo de tener que usar pantalones cortos nunca lo llevé nada bien, para eso siempre quise ser mayor.
No había amanecido y ya estábamos puestos en marcha, eran viajes ilusionantes pero sin fin. Una vez recuerdo que mi padre alquiló un 850, otra vez creo que le dejaron otro pero después ya no, después ya lo hacíamos en nuestro seiscientillos del que hasta aún hoy recuerdo su matricula, VI-13388, de anteayer vamos… un seiscientos en el que si ya de por si éramos pocos en casa, casi siempre nos acompañaba algún ocupa, mi tía Margarita por ejemplo…
La primera parada siempre solía ser en el monumento al Pastor, en la provincia de Burgos y plena nacional I, allí realizaba mi madre de forma solemne la primera apertura de fiambreras de la jornada mientras mi padre levantaba el capó mirando no sé qué pero siempre lo hacía, de hecho una vez reparó el coche con el papel de plata de un paquete de Ducados, para mi aquello fue magia. Pasados unos años pude saber que se trataba de un problema con una de las bujías.
El viaje era toda una aventura, de hecho a partir de media mañana el trayecto aumentaba de emoción, cuando se cambiaba la modalidad de rodada a la de "turismo descapotable", o lo que es lo mismo, con el capó abierto y sujeto con un palo por sobrecalentamiento del motor.
Mientras tanto, mi abuela Andrea, que nunca acabó de cogerle el paso a eso de la proporción y equivalencia combinada del tiempo-reloj, se ponía tan nerviosa que era saber que íbamos y desde primera hora se sentaba en la puerta de casa a esperar nuestra llegada, es más, creo que toda la calle se enteraba.
Unas trece, catorce o las que fueran horas después llegábamos al pueblo, ella se volvía loca de alegría dándose con las palmas de las manos en las piernas a la altura del mandil y besaba a todo el que pasaba por allí. Bendita mujer.
El uso de la costumbre se convierte en Ley y al día siguiente había que hacer la ruta del beso, el recorrido estipulado que tengo que confesar que era agotador. Había que ir casa por casa de la familia a decir que estábamos allí, primero y por orden de cercanía a los Arrecíos, mis tíos Julio y Serapia, al bar de mis tíos Luis e Isabel y al "Tomba" para alborozo de mi tía Agustina, luego venía la ruta de los Porras, a casa de las tías Cruz, Joaquina e Isabel, para acabar ya de regreso en casa de mi tía Paula "la Quira" y Pedro "Pinea". Evidentemente, la víspera de partir había que repetir recorrido para la despedida, solo que esa ya era la ruta del bollo, salíamos del pueblo cargados de bollos para todo el año.
La llegada era una alegría en toda la familia, era un sentimiento tan sano y sincero como contagioso pero el regreso…, desde la perspectiva de un niño que adoraba estar en su pueblo y con su abuela pues… era un verdadero palo emocional, era un regreso muy triste, un viaje en silencio, un itinerario con lloro disimulado, lágrimas calladas, pena incontenible y sobre todo,  carbonilla en el alma.

La memoria del paladar.


Un par de horas mi padre picando pan, migas para comer, migas con sardinas de lata, patatera roja frita y lo que sobraba... pal café. Las mejores migas del mundo.
Mesa camilla en el zagüan y en su interior el brasero de picón, de hierro, el de toda la vida. Descansando sobre él y esperando su tiempo, la pinza a modo de tijera, una pala rectangular para recoger las cenizas y la paleta redonda con mango "pa enredar" las brasas. La falda camilla verde y el tapete de ganchillo. Sobre la mesa un par de tazas blancas, metálicas, con un solo asa y el esmalte desconchado por golpes en su borde y parte baja, donde empieza su base.
Viene el café, café por supuesto portugués y en puchero marrón con una tapita que se levantaba de un tirador redondo. El café posado, negro, zaino y servido a través de un colador de tela que en su día debió ser blanca, tela que devuelve los posos a su interior para macerar al siguiente. En aquella taza un trozo de bollo de Pascua, dulce que según lo mojabas se jincaba el portugués dejando el recipiente más seco que un lagarto de museo.
Fin del café, se recogía la mesa y se volvía a poner el botijo en su sitio, en el centro de la camilla sobre un plato blanco y llano con la Virgen de Fátima pintada en su centro, en color azul y alrededor la inscripción "San Vicente de Alcántara".
Bocadillo de cominera para merendar, pan de brillo, alto, gordo y migado donde no cabía bocado por su enorme tamaño y que había que comer por sectores, bocadillo, bicicleta y al Cristo.
Aún no siendo lo que era, no hay sabor imitable ni de lejos, la memoria de los sentidos, el recuerdo del paladar es algo único, no hay sabor ni aroma repetible, ni tan siquiera parecido, aquí no hay posibilidad de copia. Los tactos, sabores y aromas de la infancia son únicos, eso no lo venden en los chinos... eso no tiene precio.

San Vicente de Alcántara.


Mi pueblo, entre Cáceres y Badajoz, donde uno viene y otro va, entre Valencia y Alburquerque no es difícil de encontrar. Donde se vocea la alegría, donde se canta al hablar, donde la migaja es la mihina y siempre sin exagerá.
Con dolmen engalanado y mucha historia pa contar, donde se sabe mucho de to y no se presume de ná, donde amargo se dice margoso y al amargado saborío, solo siendo de San Vicente podrás haberlo entendío.
El lambucero es un joíoporculo que al descuido se lo jincó, por ahí anda con cerote, de la pitera que se llevó. Son dichos de mi pueblo, expresiones y formas de hablar, que se dicen con cariño y sin intención de faltar.
En mi pueblo se entiende de corcho, cochinos, mondonga y tomatá, cominera y patatera, ya sea blanca o colorá y por el Corpus de colores, se tiñe el suelo con serrín, largas jornadas de trabajo para un ratino, un poquitín.
Sus bollos saben a infancia, dulces joriños que recordar, porrinas de grato recuerdo y silencios que hablan de más. Son sonrisas a la ausencia, emoción al evocar, lágrimas que de dentro escapan y no se deben evitar.
Son imágenes del alma, memoria del paladar, besos de la conciencia y aromas de la verdad, son recuerdos de un pasado que jamás podré olvidar.
San Vicente te amamanta, te da vida y emoción, te despierta la añoranza y te alimenta... el corazón. 

Sanvi.

En mi pueblo si no te conocen y hablas "fino" enseguida dicen que eres forastero, hasta que vas tú y les dices que no, que eres de allí, entonces es cuando te miran y en coma tres segundos y medio saben de que familia eres, es lo que viene a llamarse "sacarte por la pinta", son "pintofisónomos" profesionales. A los diez minutos te abren su casa de par en par.
Mi pueblo es un lugar donde los primos hermanos de los primos segundos de tu padre son primos tuyos, donde la gente mayor te habla de tus antepasados transportándote en el tiempo a la memoria de las anécdotas mil y una veces contadas por tus padres, donde todo el mundo se conoce y enseguida te conoce, donde huele a corcho, aceituna y porras, a tinao, cochino y eucalipto, a altramuces, prueba, pestorejo, patatera, cominera, bollo y buche. Mi pueblo es mi pueblo, no está muy lejos, según pasas el corazón la segunda a la derecha, justo al lado del alma, allí están mis recuerdos, mi niñez, el moño de mi abuela, el porrón de mi abuelo y el amor de mi familia.
Me encanta mi pueblo y su gente, me encanta Sanvi, San Vicente de Alcántara.