miércoles, 6 de julio de 2016

Paseando por el pueblo.


Pasear por el pueblo es recorrer la avenida del recuerdo, pisar y pasar por el asfalto del pasado. Pasear por el pueblo es enseñar a amar, transmitir sentimiento y vida en envase de emoción, sin más envoltura que no sea corazón y alma, pasear por el pueblo es legar sentimiento, pasión por tu tierra y orgullo por tus orígenes.
Ya desde muy pequeño recuerdo la emoción en el rostro de mi padre al pasear con él por el pueblo, hablarme de cada lugar, de cada rincón y paraje, narrarme sus vivencias a flor de piel, contarme su infancia, su juventud, su noviazgo, sus padres, los trabajos en el campo, la temprana orfandad con la que les castigó la vida. Recuerdo sus lecciones de amor por sus hermanos, sus palabras templadas por el tiempo, hablarme del concepto de familia, de sus tías Porras, del tío Chato, de la tía Mari Juana, de sus primos Luis y Agustina... lo recuerdo todo, absolutamente todo, lo tengo marcado entre las hojas de mi historia.
Me sé y conozco la historia familiar "de cabo a rabo", quién es quién, hijo de quién cada uno, con quién se casó cada cual y cuantos hijos tuvieron. La historia familiar es una asignatura aprobada y con buena nota. Todo lo aprendí paseando por el pueblo.
Recuerdo con especial detalle aquel día. Yo tendría unos siete u ocho años, veníamos hacia el pueblo por la carretera de Alburquerque y de buenas a primeras, mi padre detuvo el coche en un apartado fuera de la calzada y se bajó. A unos viente o treinta metros había una gran encina que se asomaba a la carretera sobre la pared de piedras que delimitaba el terreno, era una encina majestuosa que sombreaba generosamente el lugar en un tramo curvo hacia la izquierda. Mi madre sabía dónde estaba y el porqué de la parada. Se quedó en el coche y le dejó ir, era su sitio y su momento.
Yo no sabía nada, me bajé y fui con él. Mi padre, apoyado en aquella pared de piedras y a la sombra de la encina apenas podía disimular la emoción, la humedad se le escapaba por los lacrimales, yo estaba asustado, no sabía lo que pasaba, simplemente me cogí a su mano y mirándole guardé silencio.
Cuando pudo me lo contó. Me contó como hacía unos años, viniendo andando hacia la finca de Valdespinar junto a su hermano Pepe, en ese mismo punto, a la sombra de aquella encina se encontraron con su padre al que tumbado en un carreta llevaban a morir al pueblo para que sus hermanas pudieran cuidar de él hasta su marcha. No volvería nunca más.
Muchos, muchos años después, yo, el nieto del Señor Don José Jiménez Camisón, "el Porras", cuando paso por ese lugar... reconozco la curva, la encina y la pared, recuerdo aquel momento y reduzco la velocidad.
La curva a izquierdas ya no es tanta curva y el trazado de la modernidad apenas permite demasiado espacio para la detención. Allí sigue la vieja encina regalando su generosa sombra sobre la misma pared de piedras, esa encina que quizás ya no es tan grande como hace años a mi me pareció, allí sigue el lugar donde mi padre vio ir a su padre camino de la muerte, allí mismo, en aquel mismo lugar, un lugar con historia familiar, un lugar de culto para mi padre, hombre al que debo todo el respeto y agradecimiento por haberme sabido inocular uno de los pocos valores que creo atesorar, la pasión por mi tierra y el amor por mis raíces, algo que portaré con orgullo hasta el fin de mis días, algo que aprendí... paseando por el pueblo.

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