He visto un reportaje sobre los higos chumbos y sin quererlo me he acordado de mi abuela Andrea. Mi abuela me los pelaba con un trapo empapado en agua y un cuchillo. Los rozaba bien para quitarle las púas, les cortaba la corona, les talaba los pies y con un simple corte de arriba a abajo les arrancaba la piel.
La Lancha Olivera estaba plagada de chumberas y mientras subíamos al tinao buscábamos los más gordos, blanditos y coloraos, los verdes siempre eran para mañana. Yo no participaba, a mi no me dejaba meter la mano porque por allí vivía un lagarto y si me la pillaba se la comía.
Aún tengo aquella carne en la memoria el paladar, una pulpa que me sabe a gloria, con un regusto que me delata, un poso eterno... creo que nunca unas manos tan rugosas y trabajadas pudieron transmitirme tanto, de hecho, no habrá nunca nada más suave y dulce que las manos de mi abuela. Por eso estaban tan buenos aquellos higos.
Aún tengo aquella carne en la memoria el paladar, una pulpa que me sabe a gloria, con un regusto que me delata, un poso eterno... creo que nunca unas manos tan rugosas y trabajadas pudieron transmitirme tanto, de hecho, no habrá nunca nada más suave y dulce que las manos de mi abuela. Por eso estaban tan buenos aquellos higos.
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