viernes, 10 de febrero de 2017

Vivir el pueblo


Aquello lo entendía como lo más parecido a la libertad, era un viaje a la alegría que duraba unas catorce o quince horas, toda una aventura que empezaba con un madrugón impropio para empezar bien cualquier cosa. 
Para un niño como yo era un viaje alucinante y por largo y cansino que pudiera parecer constituía la travesía más ilusionante del mundo. Eran fechas largamente esperadas, marcadas con letras de deseo en el calendario de la fantasía y la imaginación infantil.
Disfrutaba mirando por la ventanilla, era feliz imaginando la llegada. Yo no tenía ni idea de que pudieran existir tantos y tan diferentes sitios, eran horas y horas con el mapa sobre las piernas, es más, creo que yo inventé el gps. Humano, eso sí, pero gps.
El seco y desquebrajado cuero de los asientos era mi segunda piel y aliado con los pantalones cortos, se adhería cruelmente bajo las piernas para penalizar con dolor la mera intención de cambiar de posición. Aquellos viajes en la parte de atrás de un Seat 600 me enseñaron con la experiencia que eso de que en el medio está la virtud no es del todo cierto, en el medio está la incomodidad.
Tres o cuatro paradas eran inevitables, un par de ellas para homenajear a mi madre vaciando las fiambreras y alguna que otra para levantar el capó del motor, eran medidas obligadas y sometidas al protocolo del hambre, el tiempo y la temperatura del motor...
Nada más llegar se disparaban los instintos y querías empezar ¡ya!, era algo tan esperado que te podía el entusiasmo, la ansiedad por vivir el pueblo. La necesidad de tíos y abuelos, era algo urgente, perentorio, una necesidad vital, eran días para vivir rápido, vivir cada momento y al día sin más carga que una conciencia escasa, días imbuidos en vida, días para dejarte querer por quien te quiere, días donde el pensar quedaba muy a desmano, días para vivir. 
Aquello era vivir el pueblo, para mi, algo entendido como lo más parecido a la Libertad.

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