miércoles, 22 de marzo de 2017

A fuego lento.


Mi pueblo son mis recuerdos. Una mente abierta bajo un moño cerrado, una mirada blanca tras gafas de montura negra, una risa sin disimulo y una boca mullida por la falta de dentadura, ese tétrico artilugio que nunca se pone, que pasa su existencia en el olvido y posa su utilidad en la profundidad de un vaso de agua.
Sus manos no conocen guantes, lo mismo enredan en la lumbre a pecho descubierto que despellejan pimientos asados o pelan a traición las púas de los higos chumbos, son unas manos inquietas, vividas por el trabajo, rudas, ásperas y sin brillo, unas manos secas y fatigadas, unas manos tan duras que acarician con una suavidad imboreable, un amor inmortal.
En mi pueblo se pasa sin llamar, basta una voz desde el zaguán para su calor te atienda, para que entre la oscuridad de aquel pasillo aparezca secando sus manos en el mandil una dulce estampa que siempre sonríe al bienvenido, un gesto de idílica conformidad, una alegre expresión terriblemente acentuada en la ausencia con la tilde de su dulzura y la verdad hecha sencillez.
Mi pueblo es un íntimo sentir con aroma de niñez, pan, corcho y porrinas, un amor eterno, una pasión instigada como se instigan las pasiones, a fuego lento.

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