En casa no teníamos cuarto de baño, aseo ni nada parecido. Para qué. En el patio, sobre la pila de lavar y tras apartar los cubos de latón, colocaba mi abuelo una palangana pequeñita, blanca y con tantos desconchones que daba que pensar que hubiera sido objetivo mil veces disparado por la carabina de mis tíos.
El agua caliente de lumbre, el espejo pequeño, simple y sin borde, cuadrado y tiznado en sombra por los años, amarrado a una punta clavada en la pared. La brocha era de mango de madera gordo y de abundante pelo, ideal para cumplir su labor y enjabonarnos los dos. Él para afeitarse y yo para sentirme mayor. La maquinilla no era de navaja, era de las de cuchilla metálica que se intercambiaba a rosca desde su base.
El afeitado no era diario pero siempre verpertino, llegaba de trabajar y tras asearse, toalla sobre el hombro y camiseta blanca de tirantes se ponía a ello. Yo esperaba ese momento para crecer. Barba cerrada de varios días, pelo duro y negro, afeitado ceremonial en el proceso pero ineficaz en su resultado, entre los surcos de sus mil arrugas se refugiaba el resquicio a modo de resistencia pero para eso estaba yo... era mi momento, el de de hacer de resolutivo barbero, el de acercarme mucho a él, el de almacenar para siempre su olor a jabón "Chimbo", el eterno aroma de mi abuelo.
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