miércoles, 6 de diciembre de 2017

La puerta de casa.


Recuerdo que la puerta de casa, como todas las del pueblo, no era una puerta al uso, una puerta para hoy, era una puerta partida en dos, sin planchas de acero, mirillas ni alarmas, con un pestillo sin candado ni motivo y estaba blindada por la honradez, la amistad y la buena vecindad.
La puerta de casa tenía en su parte inferior un agujero cuadrado para el paso de los gatos, cuando el caso es que yo no recuerdo la estancia de ninguno en casa, algo que no me extraña estando dentro mi tío Chiripa. La llave, de pesado metal, colgaba en el zaguán presumiendo de tranquila y oxidada vejez.
Para entrar había que meter el brazo y desplazar el pestillo de la hoja de abajo. Tras el zaguán, el pasillo daba paso a la alegría de vivir, al son del paso de cada día, a las bromas de mis tíos, la desencajada risa de mi abuela y la eterna sonrisa de mi tía Marga. Allí moraba la naturalidad y la generosidad de la escasez, por allí desfilaba cada día mucha y buena gente, buenos vecinos y mejores personas. Una voz bastaba para entrar hasta el corral y enseguida aparecía la eterna sonrisa dando la bienvenida mientras secaba sus manos en el mandil.
El patio daba al cuartel, la pila de fregar a la derecha, una higuera lo centraba y una especie de pequeño palomar encerraba los secretos de mi tío Faustino, secretos violados por mi presencia, por los privilegios de ser el primer y por entonces único nieto de la Señora Andrea.
La puerta de casa, como todas las de mi pueblo, era una puerta partida en dos, con un pestillo sin candado ni motivo, una puerta con entrada libre a verdad, a la dignidad de la humildad, a los valores de mi familia, de mi casa, como todas las del pueblo.

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