sábado, 16 de abril de 2016

La memoria del paladar.


Un par de horas mi padre picando pan, migas para comer, migas con sardinas de lata, patatera roja frita y lo que sobraba... pal café. Las mejores migas del mundo.
Mesa camilla en el zagüan y en su interior el brasero de picón, de hierro, el de toda la vida. Descansando sobre él y esperando su tiempo, la pinza a modo de tijera, una pala rectangular para recoger las cenizas y la paleta redonda con mango "pa enredar" las brasas. La falda camilla verde y el tapete de ganchillo. Sobre la mesa un par de tazas blancas, metálicas, con un solo asa y el esmalte desconchado por golpes en su borde y parte baja, donde empieza su base.
Viene el café, café por supuesto portugués y en puchero marrón con una tapita que se levantaba de un tirador redondo. El café posado, negro, zaino y servido a través de un colador de tela que en su día debió ser blanca, tela que devuelve los posos a su interior para macerar al siguiente. En aquella taza un trozo de bollo de Pascua, dulce que según lo mojabas se jincaba el portugués dejando el recipiente más seco que un lagarto de museo.
Fin del café, se recogía la mesa y se volvía a poner el botijo en su sitio, en el centro de la camilla sobre un plato blanco y llano con la Virgen de Fátima pintada en su centro, en color azul y alrededor la inscripción "San Vicente de Alcántara".
Bocadillo de cominera para merendar, pan de brillo, alto, gordo y migado donde no cabía bocado por su enorme tamaño y que había que comer por sectores, bocadillo, bicicleta y al Cristo.
Aún no siendo lo que era, no hay sabor imitable ni de lejos, la memoria de los sentidos, el recuerdo del paladar es algo único, no hay sabor ni aroma repetible, ni tan siquiera parecido, aquí no hay posibilidad de copia. Los tactos, sabores y aromas de la infancia son únicos, eso no lo venden en los chinos... eso no tiene precio.

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