sábado, 16 de abril de 2016

Mi abuela Andrea.


Mi abuela Rosario murió antes de yo nacer, mi abuelo José muy poquito después, por lo tanto no pude disfrutar de ellos y como tales ejercieron conmigo mis abuelos maternos, Domingo y Andrea.
Unos cuantos años después, el cuerpo envejece pero la mente no y el corazón, mucho menos. Hoy, unos cuantos años después, tengo una nieta que en Mayo cumplirá séis años, se llama Lucía y entre los dos tenemos una relación muy muy especial, y para mi, de lo mejor de mi vida. 
Mis propias hijas me han mostrado, o mejor dicho, me han hecho ver con ejemplos la repetida e idéntica transmisión de hechos, sentimientos y actitudes que sin pretenderlo tengo con Lucía con las que practiqué con ellas como padre, me dicen que intento ser el abuelo que mi abuela fue, que enseño a la niña lo mismito que a ellas les enseñé, que les cuento las mismas cosas que a ellas las conté y que juego con ella a lo mismo que con ellas jugué, vamos que unos cuantos años después sigo buscando con ella hipopótamos en las nubes, cocodrilos bajos los canchos, ciempiés con calcetines y cigüeñas con traje de baño. Y es verdad, sin quererlo, guiado por lo vivido hago con mi nieta lo que hice con mis hijas, no conozco otro método de transmisión mejor que el que mi abuela me dedicó.
Me han llegado a decir que vierto en mi nieta amor de forma obsesiva, quizás tengan razón, quizás sea porque me sobra, el que le debo a mi abuela, el que por haberse ido tan pronto no le pude devolver.
Cuando se fue yo ya tenía 18 años, se fue muy joven, demasiado joven, pero aprendí mucho de ella. Tuvo tiempo para enseñarme a compartir, a mirar y ver, a quedarse siempre con lo bueno, a dar sin necesidad de recibir, a disfrutar de las pequeñas cosas, a ser  feliz con poco, a ilusionarme, a querer y hacerse querer, a no hacer daño a nadie y sobre todo, por encima de todo, a intentar siempre ser buena persona. 
Ella hablaba conmigo, de mis cosas y a mi altura, no fingía, se interesaba y me dedicaba tiempo, palabras, silencios, miradas y gestos. Solo y a solas, conmigo y para mi.
La primera vez que llevamos a Lucía al pueblo, hice con ella el mismo camino y fue emocionante, muy emocionante, dejamos a todos en casa y nos fuimos los dos solos a comprar la porrita y después, mientras se la iba comiendo, hablábamos de sus cosas, de nuestras cosas, cogidos de la mano y camino de los Canchos Blancos, igual, exactamente igual que unos cuantos años después, aguantando el torrente de vivencias, emoción y lágrimas, pensando en ella, en mi abuela Andrea, en una mujer inolvidable.


Han pasado años, unos cuantos años.

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