Eran días largos, muy largos, con horas interminables y minutos eternos, eran jornadas de calor, sudorosas, agotadoras y de posturas inverosímiles donde el obligado y detestable uso de pantalones cortos me torturaba con las marcas del cuero de los asientos en mis piernas. Lo de tener que usar pantalones cortos nunca lo llevé nada bien, para eso siempre quise ser mayor.
No había amanecido y ya estábamos puestos en marcha, eran viajes ilusionantes pero sin fin. Una vez recuerdo que mi padre alquiló un 850, otra vez creo que le dejaron otro pero después ya no, después ya lo hacíamos en nuestro seiscientillos del que hasta aún hoy recuerdo su matricula, VI-13388, de anteayer vamos… un seiscientos en el que si ya de por si éramos pocos en casa, casi siempre nos acompañaba algún ocupa, mi tía Margarita por ejemplo…
La primera parada siempre solía ser en el monumento al Pastor, en la provincia de Burgos y plena nacional I, allí realizaba mi madre de forma solemne la primera apertura de fiambreras de la jornada mientras mi padre levantaba el capó mirando no sé qué pero siempre lo hacía, de hecho una vez reparó el coche con el papel de plata de un paquete de Ducados, para mi aquello fue magia. Pasados unos años pude saber que se trataba de un problema con una de las bujías.
El viaje era toda una aventura, de hecho a partir de media mañana el trayecto aumentaba de emoción, cuando se cambiaba la modalidad de rodada a la de "turismo descapotable", o lo que es lo mismo, con el capó abierto y sujeto con un palo por sobrecalentamiento del motor.
Mientras tanto, mi abuela Andrea, que nunca acabó de cogerle el paso a eso de la proporción y equivalencia combinada del tiempo-reloj, se ponía tan nerviosa que era saber que íbamos y desde primera hora se sentaba en la puerta de casa a esperar nuestra llegada, es más, creo que toda la calle se enteraba.
Unas trece, catorce o las que fueran horas después llegábamos al pueblo, ella se volvía loca de alegría dándose con las palmas de las manos en las piernas a la altura del mandil y besaba a todo el que pasaba por allí. Bendita mujer.
El uso de la costumbre se convierte en Ley y al día siguiente había que hacer la ruta del beso, el recorrido estipulado que tengo que confesar que era agotador. Había que ir casa por casa de la familia a decir que estábamos allí, primero y por orden de cercanía a los Arrecíos, mis tíos Julio y Serapia, al bar de mis tíos Luis e Isabel y al "Tomba" para alborozo de mi tía Agustina, luego venía la ruta de los Porras, a casa de las tías Cruz, Joaquina e Isabel, para acabar ya de regreso en casa de mi tía Paula "la Quira" y Pedro "Pinea". Evidentemente, la víspera de partir había que repetir recorrido para la despedida, solo que esa ya era la ruta del bollo, salíamos del pueblo cargados de bollos para todo el año.
La llegada era una alegría en toda la familia, era un sentimiento tan sano y sincero como contagioso pero el regreso…, desde la perspectiva de un niño que adoraba estar en su pueblo y con su abuela pues… era un verdadero palo emocional, era un regreso muy triste, un viaje en silencio, un itinerario con lloro disimulado, lágrimas calladas, pena incontenible y sobre todo, carbonilla en el alma.
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