jueves, 21 de abril de 2016

Contando cochinos.


Hace un rato, hablando con Isabel Rivero sobre la conversación telefónica que he tenido esta tarde con mi nieta, se produjo una combinación de sabores de exquisita y confitada mixtura, lo de poner en modo avión la cabeza es fácil pero con el sentir puedo asegurar que eso no funciona, no es posible y así, sin querer me salió una ensalada flambeada de tres ingredientes a cada cual más dulce. Mi abuela, mi pueblo y mi nieta.
Fue hace dos años, la primera vez que mi nieta pisaba el pueblo, cuando apenas tenía cuatro años. Desde nada más llegar yo esperaba de forma ansiosa aquel momento así que una tarde después de comer, mientras los demás descansaban, cogimos el coche y nos fuimos los dos solos a los Canchos Blancos, sin adosados, acólitos ni ocupas emocionales.  Nos íbamos a contar cochinos.
Evidentemente lo primero que había que hacer era llevar un palo para apoyarnos al andar y defendernos por si nos salía un cocodrilo rosa con los dientes sucios o un ciempiés con zapatillas de correr. Importantísimo lo de ir bien preparados.
La enseñé la ermita por dentro, exploramos huellas de osos amorosos hasta el Cancho del Peligro y aunque las buscamos... no encontramos vacas vestidas de vaca, bellotas cuadradas de la suerte ni hojas mágicas con corazones pintados de rosa. Habrá que volver, los Canchos Blancos es un lugar mágico.
Tras beber del caño, nos sentamos bajo el tinao de mis abuelos, en el mismo lugar y sobre la misma piedra que hace cincuenta años. Contábamos cochinos y nos divertíamos poniendo nombre a cada uno.  Lucía nunca había visto tan cerca "cerditos negros", estaba disfrutando, era feliz, como yo hace cincuenta años en aquel mismo lugar y haciendo exactamente lo mismo, contando cochinos, allí sentado, con mi abuela. 
No estábamos solos, éramos tres, allí estaba presente su recuerdo brotando desde lo más íntimo y mágico del lugar y por un momento, pensando sin querer pensar, la imaginé jugando con mi nieta, riendo abiertamente y sin complejos mientras se la comía con sus besos de repetición, acariciándola con aquellas cálidas y rugosas manos cuyo tacto nunca olvidaré, fue un imaginar bello y terriblemente duro, tanto que no lo volveré a hacer jamás.
Volvimos a casa y al llegar yo disimulaba lo indisimulable. Evitaba las miradas y de hecho, mientras Lucía contaba la aventura vivida salí a recoger una leña innecesaria. Aunque no me dijeran nada mis hijas sabían lo que había, dónde habíamos estado y lo que habíamos hecho, lo entienden y respetan solemnemente. Ellas lo sabían y se esperaban que hiciera lo que hice, lo mismo que en su día ellas vivieron, lo que les había contado mil y una vez, el dar la continuidad debida a mi pasado, convertir en ley privada el íntimo uso de mis recuerdos, hacer lo que me pide el corazón y empujado por el lugar al dictado de un amor sin fin, revivir a mi abuela en mi tierra, en la magia de mi pueblo, junto al tinao donde tantas ratos de niño pasé con ella, darle vida, hacerla presente compartiendo con Lucía aquellos momentos como conmigo hacía ella hace cincuenta años, dar voz muda al silencio de mi devoción y sobre todo disfrutar de mi nieta con el infinito amor que a mi abuela debo y que por su pronta marcha no le pude devolver.
Mi abuela Andrea está presente en mi, como siempre ha sido y siempre será, en lo más profundo de mi ser, desde siempre y para siempre. Cincuenta años después todo sigue igual, nada ha cambiado en aquel mágico lugar de San Vicente, aún me veo allí sentado con mi abuela, contando cochinos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario